La
semana pasada, el 10 de septiembre, se celebró la Monegrina y allí
estaba yo, en esa España rural, despoblada, algo olvidada, y porque no,
también desconocida. Una España con un reloj que atrasa y no por culpa
suya. Mi relación con la Monegrina ha sido buena, me gusto cuando estuve
la primera vez, antes de la pandemia y me ha gustado mucho también este
año, a pesar de que no me encontraba en las mejores condiciones. He de
destacar los buenos detalles de la organización como mandarme una
preciosa postal como recordatorio o la atractiva camiseta que me han
dado con la inscripción.
Y
no, no es una marcha de esas pensadas para enmascarar competiciones, o
“ultranosequé”, que ahora están tan de moda. Es algo más clásico, con
bicis de acero y cromo, de aquellas que llevan los cables de freno por
fuera y las palancas de cambio en el cuadro, los pedales con rastrales y
unos cuantos años encima. Lo peor; sus dueños, los ciclistas. He de
reconocer que, a pesar de ser amigos míos, no es gente muy normal. Están
profundamente obsesionados con los cuadros antiguos, cuanto más viejos
mejor, el óxido les pone y más aún restaurarlos. Vienen con mallot
viejunos que se caen a pedazos, de una lana cuyas ovejas hace tiempo que
dejaron de ser vírgenes, y lo que es peor, se sienten de lo más
orgullosos. Fanáticos de un ciclismo en blanco y negro ya desaparecido. Y
lo peor es que es algo contagioso, yo era un ciclista sin pretensiones,
de andar por casa, y ahora me voy arrastrando por media España para
acudir a este tipo de pruebas. He de reconocer que admiro su entusiasmo,
el conocimiento que tienen de todo ese mundo del ciclismo añejo, su
pasión desbordada. Pero son peligrosos, muy peligrosos, una verdadera
droga.
Siendo
ferroviario y al precio que está la gasolina opte por el tren para ir
hasta Los Monegros. Y no tardé mucho más que con el coche, unas 12
horitas de nada, pero tener en cuenta que vengo desde Murcia y para los
que no lo sepan, también hay otras partes de España desconocidas. Esta
está al fondo, allá abajo, en una esquinita de la península rodeada por
el Mediterráneo. Un regional hasta Zaragoza y otro hasta Tardienta y los
pocos kilómetros que quedaban hasta Frula los hice con la bici. En
estos casos odio profundamente a los madrileños, ¡tan cerca de todas
partes!
Frula,
en Huesca, va a ser el epicentro de un encuentro de ciclismo clásico
con dos partes bien diferenciadas; de un lado “La Bestia”: Monegrina
Classic Divide. 300 kilómetros sobre una clásica y en plena noche. Y La
Monegrina, algo mucho más razonable, “solo” 60 kilómetros y un par de
avituallamientos. Pero comencemos por el principio, a las 8 y 26 se pone
en marcha mi tren, he escogido el regional en lugar de Aves y demás
bichos porque me permite llevar la bicicleta sin desmontar simplemente
colgada de un gancho. El tren completo entre Murcia y Valencia. Y,
“ventajas” de la despoblación, el siguiente tramo hacia Teruel y
Zaragoza casi vacío. Momento ideal para comer el bocadillo. Me levanto,
alzo los brazos hacia la mochila que se encuentra en el porta maletas.
Bandazo del tren y caigo cuan largo soy sobre el asiento que se
encuentra a mi espalda. “Golpazo” con el costillar izquierdo sobre el
armazón de fibra de vidrio del asiento. ¡Coño que dolor! No puedo
respirar, no me puedo mover. Por fin logro levantarme, han pasado varios
minutos. Me siento e intento recomponerme. Esto debe ser el colmo de un
ferroviario, 43 años trabajando en el tren y es la primera vez que me
ocurre algo semejante.
En
Zaragoza me decido por Goya, al menos es un punto civilizado, no como
esas nuevas estaciones de hormigón, horribles e impersonales. Tres horas
después estoy en Tardienta, monto las bolsas y a pedalear. Es duro,
apenas puedo respirar, no puedo hinchar los pulmones, por lo que doy
pequeñas bocanadas poco profundas y rápidas como un pez que se queda sin
agua. La noche me regala una enorme luna, cálida y luminosa, de un
bonito tono pastel. El ambiente es templado, pero no agobia, pronto las
luces de Frula se recortan sobre el horizonte bajo la luna. En la puerta
del albergue los amigos me están esperando, nos tomamos unas cervezas
en la terraza y cenamos allí mismo y a dormir. Veremos cómo me levanto
mañana.
La
organización ha montado un arco hinchable para la salida y en el
pabellón una mezcla entre museo ciclista y bazar. Nos entregan
credenciales y dorsales, me ha correspondido el 24 y está pirograbado en
una preciosa pieza trapezoidal de madera junto a la palabra: La
Monegrina. La cuelgo en la parte delantera del cuadro y me voy hacia el
punto de salida. Me entretengo en dar una vuelta, cámara en mano, a los
compañeros situados tras el arco. Se da la salida. Me esfuerzo, pero voy
el último, sigo sin poder respirar. Decido seguir pedaleando en modo
supervivencia, tratando de obtener el máximo rendimiento con el mínimo
esfuerzo y no me va mal, el grupo no logra alejarse demasiado.
Pedaleamos por un terreno tendido con suaves ondulaciones. La carretera,
rodeada de campos de maíz regados por aspersores que en ocasiones
invaden la calzada. Están funcionando a pleno sol y luego nos critican a
los murcianos, dicen que gastamos mucha agua y lo tenemos todo por
goteo y hasta informatizado.
Afortunadamente
pronto llegamos a Cantalobos lugar del primer avituallamiento, los
vecinos se esfuerzan año tras año en agasajar a los participantes y a fe
mía que lo consiguen. Ricos embutidos, cervezas y refrescos, fruta, la
verdad es que no falta de nada, es un piscolabis variado y abundante,
disfrutándolo con compañeros y amigos, que más se puede pedir. Nos
echamos de nuevo al camino, me lo tomo con calma y aviso para que no me
esperen, al llegar a Alcubierre no subiré el puerto y continuaré
directamente a Robres, los esperaré en las piscinas. En la participación
anterior subí el puerto, incluso hice un alto para visitar lo que se ha
dado en llamar la ruta George Orwell. Eric Arthur Blair, hijo de la
Gran Bretaña, se alistó en las milicias del POUM (Partido Obrero de
Unificación Marxista) que estaba muy de moda por aquellas fechas y fue
destinado a un lugar tranquilo, la sierra de Alcubierre en enero de
1937, más peligroso por el frío que por el enemigo. A los pocos meses
que paso allí, les saco buen provecho, cosa por otra parte muy
británica, publicando un libro titulado “Homenaje a Cataluña”, supuestas
memorias de los seis meses que pasó como miliciano entre Barcelona y el
Frente de Aragón. Aquí, en Robres hay un Centro de Interpretación de la
Guerra Civil, pero yo bastante tengo con recuperarme junto a la piscina
con una buena jarra de cerveza.
Poco
a poco van llegando los demás participantes y comienzan a servir el
segundo avituallamiento compuesto sobre todo por tortilla de patatas,
migas, cerveza, refrescos, chocolate y magdalenas. Ahíto el personal,
retomamos el recorrido por los llanos de la Violada hacia Torralba y su
iglesia parroquial de San Pedro ad Víncula situada sobre un altozano que
domina el pueblo. Para conquistarla habrá que esforzarse, yo al menos
llego sin respiración y con un fuerte dolor en las costillas. El
edificio es de mampostería y piedra sillar, del siglo XVI, una galería
de arcos de medio punto de ladrillo recorre la parte alta. Adosada en su
cabecera una torre cuadrada de ladrillo y estilo mudéjar de cinco
cuerpos, decorada con esquinillas, zigzags, rombos y cruces. Hay que
descender y para algunos no es fácil, nuestras vetustas monturas no
frenan tan bien como pudiera parecer y obligan a más de uno a echar pie a
tierra.
El
camino hacia Frula es un paseo entre campos de maíz. Nos espera un buen
baño en las piscinas y una comida de hermandad a base de paella de la
que se sienten muy orgullosos los vecinos del pueblo. Premios,
proyectos, promesas, abrazos, despedidas, es hora del regreso. Otros nos
quedamos en Frula, a disfrutar de sus piscinas y de los amigos. Mañana
será otro día, toca regresar a Murcia, mis costillas no me dejan hacer
la vía verde del Zafan como tenía previsto para “aprovechar” el viaje.